El rey de la Habana es una película que sabe de nuestra mortalidad: sabe que la muerte siempre acecha, que siempre está ahí y que, en realidad, no importa gran cosa.
Diversos episodios de la trama nos llevan a cementerios, funerales, accidentes mortales, suicidios inesperados y asesinatos casuales, casi frívolos. No siempre es fácil percibir la atmósfera mortal porque nos hallamos ante la película más distendida de Agustí Villaronga: de estructura episódica y con más de un guiño a la tradición picaresca, sería fácil pensar que nos hallamos ante una comedia ligera. Pero es que cuando la muerte es cosa cotidiana uno comprende que no es necesario vestirla de solemnidad.
Y si el régimen castrista puso la muerte como alternativa a la revolución, cuando las ilusiones revolucionarias han perdido su fuste, la consciencia de la mortalidad lo invade todo. El rey de la Habana también sabe sobre la vida. Con su acostumbrada capacidad para dar forma y sustancia a los lugares donde transcurren sus historias, Villaronga nos ofrece unas imágenes de la Habana que se distancian del cliché: los pisos a punto de derrumbarse, las terrazas con cables eléctricos vivos, solares, capillas con andamiajes, adoquines ensangrentados y vehículos volcados que hacen el papel de chabolas, hospitales agrietados que susurran de viejas ambiciones.
Es sucia, decadente, nada pintoresca, pero también habitable y llena de aire, una Habana que debe mucho a la imaginación y que quizá por eso resulta tan cinematográfica. No se parece a ninguna otra visión que conozcamos de otras películas: ni el lugar épico de Yo soy Cuba, ni el lugar pobre pero honrado de Fresa y chocolate ni siquiera la ciudad de cabarets y pobreza de Viva o la geografía de edificios institucionales que presentaba Conducta.
Con los ojos de Villaronga y de la mano de la novela de Pedro Juan Gutiérrez entramos en un mundo donde la vida carece de las certidumbres morales con que se le trata de dar sentido. Aquí la gente tiene que seguir adelante y no puede permitirse una moralina rígida. Y si ellos no se la permiten, por qué ha de tenerla el espectador. Alguien muere y nadie parece inmutarse, como si morir fuera, más que ninguna otra cosa, parte de la vida. Nadie se inmuta por la falta de luz, agua, por echar la mierda al patio.
Pero también es el lugar donde un machito de heterosexualidad militante (con sus rasgos colaterales de violencia contra las mujeres y fantasías de posesión) puede dejar de lado con sorprendente fluidez sus prevenciones y dejarse querer por una mujer trans, que además es el personaje con un mayor control sobre su vida (aunque duele que los guionistas crean que se le debe "castigar" por su ingenio y por hacer lo que le da la gana: hasta ese momento íbamos muy bien).
Si la novela picaresca es vitalista (y no está claro que lo sea), esta película lo es. Al menos los personajes se aferran a la vida a pesar de lo difícil que lo tienen, y esto se transmite al espectador. No es fácil defender que sea una vida "digna", pero es una vida inevitable.
Y una de las metáforas de vitalidad aquí es el pene. Pocas películas se han sostenido, simbólica y literalmente, en torno a un pene hasta estos extremos. El pene del protagonista impulsa la acción y funciona como una suerte de objeto fantasmático que la recorre. De hecho lo que mantiene las relaciones entre los personajes, no es sexo, es priapismo.
El pene abre puertas, crea oportunidades, genera esperanzas y da al protagonista un sentido de identidad que, durante gran parte del metraje nos parece real. Esto es importante porque aunque la figura del hombre en el cine suele caracterizarse en términos fálicos, rara vez se apoya en el miembro. Recordemos que el miembro no siempre actúa como se espera de él, y que, realmente, acumulamos tanto simbolismo en él que siempre va a decepcionar. La película se atreve a mostrarlo y también a sugerir esa decepción: a la hora de la verdad, no es para tanto.
De manera más literal, la película se fundamenta en el rostro luminoso, acogedor, de Maikol David Tortoló, que sugiere los rasgos de alguien que, en su inocencia, cree que el pene cumplirá sus promesas o las que nuestra cultura le atribuye. Algunos momentos de su interpretación (por ejemplo el baile ante los turistas) transmiten la espontaneidad que nos conmueve más allá de todos sus defectos: Rey no es un cúmulo de cualidades, más allá de lo obvio, pero se nos lleva por delante y nos pone, en el laberinto de la trama, siempre de su parte. El resto de los actores añaden exceso e ingenio a esta Habana reimaginada por Rabelais. No ceden a la tentación de la simpatía fácil y con sus aristas contribuyen a que la película haga sentir su peso en la última media hora cuando todo confluye.
Sí, nuestros gestos tratando de producir vida pueden ser espectaculares y muy observables, pero al final la mortalidad se impone.
Trailer de El rey de la Habana