El planteamiento de la película de Marco Berger y Martín Farina es simple: nueve jóvenes pasan el verano juntos en una casona abandonada que fue centro de rehabilitación para fumadores. Y hablan de lo que los hombres hablan cuando están juntos, y hacen lo que presuntamente los hombres hacen cuando están juntos, como inspirado por el Altman de los setenta, por Casavettes o Dogma, la cámara se mueve, aparentemente descriptiva y distanciada pero en realidad deseante: lo cierto es que más allá de toda pretensión de naturalismo, la mirada de Berger compone, la luz esculpe y las manos se posan en la carne. No es irrelevante que durante la mayor parte de la película los muchachos vayan en diversos grados de desnudez que sólo ocasionalmente se pone en un contexto erótico. Implícitamente las anatomías se exhiben como parte de un ambiente de confianza y homosocialidad, y no es excesivo decir que enfáticamente se ofrecen al espectador, en un cálculo sobre lo que puede hacer funcionar una película. Berger y Farina saben qué tienen entre manos, y el espectador se siente interpelado. Ciertamente necesitamos algo en lo que posar nuestra atención y nuestra mirada deseante. No hay una narración en que los personajes cambien gran cosa: Berger, autor también del guión, siempre ha preferido la stasis, y prefiere explorar a contar historias. Lo único que pasa es el tiempo: las conversaciones no conducen a gran cosa, a veces no aportan datos significativos, a menudo no avanzan la acción, de hecho no hay tensión narrativa producida a través de eventos, unas cosas no conducen a otras y si algo pasa es muy muy muy al final.
Pero esto no significa que la película carezca de otros tipos de tensión. Y ciertamente las dinámicas de grupo y el modo en que nos sitúa como espectadores, crean algo misterioso, no exento de cierta fascinación. Berger dice que los hombres en estas situaciones se comportan como niños, pero sospecho que sabe que esta no es toda la historia. La película acaba de funcionar como una especie de fantasía no extenta de cierta ironía. Entre los nueve jóvenes, hay un extraño. Germán (Gabriel Epstein) es amigo de Taekwondo de Fer (Lucas Papa). No acaba de saberse gran cosa sobre por qué acaba ahí, pero lentamente, a partir de planos y miradas, se nos presenta como alguien especialmente atento, alguien curioso que espera que algo suceda. Sí, hay una conversación telefónica que establece esto, pero a partir de ahí lo único que tenemos son las miradas del actor, que recogidas por la cámara y con el sentido que les da un montaje preciso, muestran al personaje haciendo cábalas, atreviéndose, no atreviéndose, disfrutando, incómodo, aventurando, asintiendo, ocultándose, y a veces escandalizándose: como la mayoría de nosotros, Germán no parece venir de un mundo donde el cuerpo masculino se exhiba con tal naturalidad. Es cierto que durante mucho tiempo, el cuerpo masculino fue un espacio no marcado explícitamente por una mirada de deseo (lo cual no significa, por supuesto, que no generase esa mirada), pero el cine siempre actuó con cierta cautela. Taekwondo funciona como ejemplo de una nueva era: sí, los hombres son objetos; no, no les importa demasiado que miremos; y casi seguro saben que lo hacemos.