Primeros deseos: el niño queer en Dolor y gloria

Miradas insumisas

Primeros deseos: el niño queer en<i> Dolor y gloria</i>

Como Fresas salvajes Ocho y medio, dos películas que representan a un personaje a partir de un mosaico de obsesiones y recuerdos, Dolor y gloria engarza momentos y temas unidos por un centro de gravedad sutil, a veces inasible: tiene que ver sin duda con una crisis vital, y con la presencia del pasado en el presente, tiene que ver con la creación y sus procesos, con la necesidad de cerrar capítulo (o no), con la vida considerada desde fuera como material del arte, con el arte como modo de vida. 


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Para mí la película gana con esta indefinición, supongo que porque cada momento y cada tema parece hablarme a mí, de mí, de alguna manera encuentro que tienen que ver algo conmigo antes de llegar al umbral vital que Almodóvar propone y, desde luego en una vida en la que no ha habido ni demasiado dolor ni nada de gloria. Quizá por esto me interesan menos los tradicionales debates entre defensores y denostadores de Almodóvar: a mí la película me parece maravillosa porque me habla y habla en mi lenguaje (cine, estrellas, libros, rostros, lugares), pero me costaría elaborar una defensa contundente de ella (y entiendo por eso que los cineastas no quieran entrar en muchos detalles sobre la cantidad de verdad que contiene: si quisiera contar la verdad haría una declaración ante notario).

 Aquí me centraré en algo que apareció en las sinopsis promocionales como momento clave de la narrativa, pero que poco a poco fue desapareciendo de las apreciaciones crítcas: el significado de la mirada de un niño de nueve años proyectada sobre un cuerpo masculino erotizado, lo provocador que puede ser llamar al momento final "El primer deseo."

Ese silencio puede deberse a una falta de interés, real o fingida (no soy el primero en notar que a la crítica le cuesta entrar en estos temas), pero es posible que haya también naturalización. Richard Dyer, por otra parte, nos advierte que nada es tan analizable como lo que parece obvio, y cuanto más pensamos en este momento, más compleja es su "obviedad" o menos obvio nos parece. Es como si todos admitiéramos que es "normal" que la mirada de un hombre adulto sobre un cuerpo masculino joven, que pertenece a un modelo físico muy concreto, que algunos veríamos como culturalmente construido es equiparable a la de un niño que de alguna manera remite a un adulto gay.

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Queremos creer que esto concuerda con nuestras ideas sobre deseo y sexualidad. Nos reconforta que, por supuesto, el niño queer que va a convertirse en adulto gay lo haga a través de este momento, porque la sexualidad funciona de manera continua, sin fisuras, y se traduce en identidades. Y con eso el mundo parece tener sentido.

Es evidente que el niño Salvador no ve lo que Almodóvar ve, y ciertamente no ve lo que Almodóvar nos ofrece a sus espectadores. Sospecho que lo que Almodóvar apunta en la maraña de miradas no es lo que captamos a primera vista: no es el pene del actor o su cuerpo de proporciones clásicas, sus hombros, su musculatura que hoy en día remite (ya no sólo en el ámbito gay) a un modelo de consumo. Ambas cosas son, creo, coartadas, engaños que nos desvían la atención de los problemas que suscita el momento. Nuestra mirada sobre ese cuerpo está condicionada por otra era, por un modelo de voyeurismo que objetifica el cuerpo masculino y que en 1961 (el año de Esplendor en la hierba, citada en la película) podía disfrutarse en secreto, pero que carecía del valor de cambio que ha adquirido en la era de los chaperos Instagram.

Es importante distinguir lo que ve el niño de lo que recuerda el Salvador adulto (que al fin y al cabo es el autor de las imágenes), de lo que ve Almodóvar y de lo que vemos nosotros. El niño Salvador no ve un pene. Un pene para él, no importa lo grande que pueda ser, carece del significado que pueda tener para nosotros, que sí podemos tener una experiencia más o menos prolija sobre el significado de los penes, sus mitologías y realidades. Por eso, el pene, los hombros, la silueta que deslumbra al niño, es un significante tan obvio como engañoso.

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Cuando volví sobre ella en una de mis novelas hablaba de sexo, pero se trataba de algo impostado, añadido por el escritor maduro, no un recuerdo real. Ni siquiera habría dicho entonces que "me gustaban los hombres". Todo es borroso en aquella época, pero sé que me gustaba pasar tiempo con chicas, que prefería tener amigas a amigos, algo que tampoco es tan raro en un niño como el que yo era. El complejo de relaciones, miradas, identidad, emociones que a partir de los quince años denominaría "ser homosexual" simplemente no se había formado: tuve que aprenderlo en conversaciones con amigos, en la televisión, en los silencios de los adultos. Y sin embargo, no he olvidado aquel músculo en tensión, aquel joven que me decía "toca, toca", y aquel placer, la sensación de descubrimiento, al encontrar un bíceps duro.

Más de cuarenta años después, he olvidado tantas cosas pero no ese momento (el joven que presumía de "bola", aquella sonrisa orgullosa, el "toca, toca"), y podría decir que toda la vida he buscado ese brazo: en la realidad, en el cine y en el internet. Y mi deseo, mi erotismo, mi voyeurismo, desde siempre, se ha centrado en los músculos más que en otras partes de la anatomía o la identidad. Esa sensación me ha acompañado siempre. La política vino mucho después; mucho, mucho después. Hay fantasías por los cuerpos que preceden el despertar sexual, el despertar identitario y el tirón de la genitalidad. Supongo que podría haber vivido sin "ser gay" de haber crecido en un ambiente menos abierto o en un momento en que no existiera la idea, pero esas fantasías de cuerpos siempre me habrían acompañado. Las podría haber gestionado de otras maneras, ser gay simplemente constituyó una manera útil de fijarlas y visto así la conciencia política me parece casi una justificación a posteriori. Fijar las fantasías es una manera de evitar su impacto, a veces es una manera de convertirlas en relato y eludir su perfume molesto, misterioso. Al fin y al cabo todos tenemos vidas que vivir.

Sin embargo, a través del cine he vuelto a este momento, y a través del cine le doy sentido. Creo que esta es la idea que se refleja en las escenas entre el pequeño Salvador y el albañil. Almodóvar lo llama "el primer deseo", y lo sitúa en el clímax de sus recuerdos, liminarmente en el momento en que abandonará a su madre y el mundo en torno a ella. Después de esta mirada, el albañil abandonará el pueblo, y el pequeño Salvador irá al seminario. Su comunicación queda truncada durante más de cincuenta años.  Antes, otro momento, casi inconsciente, intensamente cinematográfico, del primer plano de la mano del niño guiando la escritura del joven. Sólo alguien que conoce la intensidad de estos momentos incluiría este inserto. Nada se dice sobre la sensación que produce en el niño. Quizá hay que haber pasado por ello antes de que el mundo adquiera sentido pleno para entender ese primer plano de las manos. No es narrativo. Es simplemente sensual, y quizá, en su extrañeza, el más queer de la obra de Almodóvar.

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Pero si el niño carece de la mirada erótica, estandarizada, de nuestro tiempo (la nuestra), ahí hay algo que es, como en otros casos, complejo y profundo. Y no puedo menos que explicitar mi punto de entrada en este momento de la película. Yo recuerdo el momento en que sentí por primera vez fascinación por el cuerpo musculoso masculino. Debía tener entre ocho y once años. En aquel momento no sabía nada de lo que acabaría llamando "sexo" y no había entrado en la consciencia de la genitalidad. Oía cosas, supongo, pero no las relacionaba con ninguna experiencia. No recuerdo discurso sexual en mi niñez.

Aquí confluyen miradas, históricas, intelectuales, que quedan abiertas en la narrativa. Personalmente leo a este niño determinado no por la presencia de la madre, sino, en este momento, por la ausencia del padre manifestada en términos de aditamentos concretos, culturales, de la masculinidad. Esto podría ser un arrebato de lirismo freudiano, pero también podría ser Freud la respuesta a mis incógnitas. La aspiración al cuerpo duro por parte de niños que se sienten envueltos en burbujas llenas de estrellas de cine, fuegos artificiales (Valencia al fin) lecturas y palabras de diccionario que la gente en torno a ellos, incluida su madre, no entienden. La aspiración de que alguien entienda. Es el contacto sublime entre dos manos que proporciona una fantasía de escapatoria tan distinta a las ficciones que nos mantienen vivos.

Y esto, creo, es la esencia del niño queer. El niño queer, nos recuerda Kathryn Bond Stockton, no es el niño proto-gay. El niño queer es el que descubre un lenguaje secreto, que poco a poco resulta difícil de compartir a medida que sus implicaciones son descubiertas. El niño queer puede negociar de una u otra manera esta división entre lo que absorbe su imaginación y aquello que es imposible de absorber, aquello que nunca será. Y "ser gay" es sólo una manera de gestionar esta contradicción.

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